“Estaba deleitándome con un vino de Navarra cuando sonó el teléfono. Me pasó el inalámbrico y me dijo: es mi madre. Dice que ha encontrado una botella con un mensaje tuyo…”
El silencio se hizo denso, difícil de cortar con una simple palabra.
En tropel se me vinieron todas las imágenes de golpe, aquellas que creí olvidadas cuando aliándome con la madrugada y la soledad, escribí esas cosas que gangrenan dentro, vomité letras, arranqué las tiras de piel a mi secreto y me quedé desnuda sintiéndome la mujer más desgraciada de la tierra.
Mi fachada feliz, guarda la humedad del llanto a solas y mientras él dormía, tantas y tantas veces, yo salía a respirar la noche, a respirar los sueños de los otros, a respirar el amor que me fue negado, o mejor, que me fue vendido en frasco equivocado, etiqueta con letras doradas que contenía el veneno de la mentira.
Sentada en la playa, encerrando el grito en el murmullo del agua y una vez vacía la botella que me acompañaba en mis soliloquios, decidí abrirme al mar con renglones torpes, sangrar azul reconociéndome en las orillas.
Del bolsillo de mi chaqueta saqué una carta de despedida que dejé atada a una caracola, del otro bolsillo dos páginas amargas que introduje dentro del vidrio y taponé con rabia para arrojarlo a la deriva.
No tuve valor para quitarme la vida…pero la botella con el mensaje no tenía vuelta atrás.
Tres años han pasado, la marea devuelve mi grito poniéndolo a los pies de quien le llevó en su vientre.
Hoy sabe por fin de mi condena. Me usó sólo para perpetuar la especie, tierra fértil para callar las bocas que cuestionaban su hombría.
Nació un hijo de la rabia, por él sigo respirando, perfecta razón para mi mordaza.
Ahora, mi suegra y yo, tendremos que hablar de muchas cosas.